Te quiero contar una historia:
Erase una vez un reino muy grande, tan vasto que los súbditos nunca llegaban a los límites del reino. El rey era sabio, generoso y justo. La gente vivía contenta, en paz y tenían a su disposición todo lo que necesitaban.
Un día, el rey tuvo un hijo. El rey amaba tanto a su hijo que, al año de nacido, declaró públicamente: “Hijo mío, mi reino y todo lo que poseo, es tuyo”. Los súbditos estaban felices al oír de tan grande demostración de amor.
Lejos de ahí, una malévola bruja se enteró de estas noticias y llena de envidia, decidió vengarse. A medianoche conjuró un hechizo perverso para hacer que el hijo del rey olvidara por completo quien era.
El asistente de la bruja —un cuervo bastante astuto— le dijo, “Es un buen conjuro, pero no va a servir de mucho si únicamente el niño olvida quien es. Todos deben olvidar quienes son, para que funcione”.
“¡Ah!”, dijo la bruja, “¡tienes razón, cuervo feo!”. Entonces, creó un hechizo muy potente para que afectara a todas las personas del reino.
Al día siguiente, el rey había olvidado que era rey y los súbditos no sabían que eran parte de un vasto reino. Evidentemente, no había nadie quien le enseñara al pequeño hijo del rey que él era dueño y soberano de la región.
El rey murió al poco tiempo de una tristeza y melancolía que nadie pudo explicar. El hijo del rey creció en medio de pobreza y de muchas dificultades. La gente peleaba constantemente y no había suficiente para comer. Era una época triste pero la gente pensaba, “¡Así es la vida! Siempre ha sido así.”
Años después, el hijo del rey —ahora ya un joven— sentía que algo le faltaba, que algo no estaba bien. Así que, decidió dejar su trabajo como barrendero y empezó a buscar a alguien que le ayudara a encontrar “eso” que estaba buscando.
Caminó y caminó, cruzando ríos, montañas y valles, grandes ciudades y pequeñas aldeas. Después de mucho tiempo, encontró a un viejo hombre, sentado afuera de su humilde cabaña.
El hijo del rey le dijo, “Buen hombre, no sé si usted pueda ayudarme, pero siento que algo no está bien en mi vida. No se qué es, pero algo me falta”.
El viejito abrió sus cansados ojos y dijo, “¡Ah, finalmente has llegado! Te he estado esperando durante mucho tiempo. Toma asiento hijo, lo vas a necesitar”.
Perplejo, el joven se sentó. El viejo le dijo, “Tú eres el rey. Todo lo que ves a tu alrededor te pertenece.”
“Pero ¿cómo?”, dijo el joven, “¡yo solo soy un barrendero! Crecí en una choza y a pesar de barrer por largas horas, apenas tengo para sobrevivir”.
“Sí, lo sé”, dijo el viejo. “Una bruja conjuró un hechizo que hizo a todos olvidar quienes son. Incluso tu padre el rey olvidó quien era. Yo tuve suerte y escapé del hechizo. Pero ahora ya sabes: tú eres el monarca y señor de todo. Todo lo que ves, es tuyo.”
El joven estaba incrédulo y no podía creer lo que el viejo le contaba. Tomó un buen rato pero finalmente, el hijo del rey cayó en la cuenta de quien realmente era. ¡No cabía de felicidad!
Jubilante, el hijo del rey empezó a cantar y bailar de gozo. “¡No más penurias! Se acabó mi vida de sufrimiento, de pobreza. ¡Soy inmensamente rico!”
Le dio infinitas gracias al viejito por haberle mostrado la verdad de su ser. Ya estaba por partir, cuando dijo, “¿Y los demás? Ellos siguen bajo el hechizo. Sería maravilloso que todos despertaran también y vivieran en medio de tranquilidad, abundancia y alegría”.
“Sí”, dijo el viejo. “He intentado decirles, pero no les interesa. Están tan ensimismados en sus problemas y quehaceres. Solo aquellos que están listos para despertar del hechizo me pueden escuchar”.
El joven le dio nuevamente las gracias al viejito y vivió el resto de su vida feliz y en paz.
Y ahora yo te digo a ti:
Querido hijo/a del rey,
Has vivido durante muchos años bajo un hechizo, el cual te ha causado incontable sufrimiento e infelicidad. Quiero ayudarte a despertar, a reconocer quien realmente eres. La pregunta es: Estás listo/a?
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